(Aceite de oliva macerado con rosas, manteca de cacao y cera de abeja)
Conozco a un poeta y escritor de
cuentos que le gustan mis jabones y se inspira con ellos. Cuando le envié uno
de los que aparece en la foto me respondió con este relato.
Escondidas en un pedacito de jabón
Bennhedetta, hija
única y heredera de una adinerada familia de origen italiano afincada en España,
más conocida como Betthina, gozaba entre los círculos más selectos de la sociedad
madrileña, de una merecida fama por su espectacular figura. Licenciada en Historia
del Arte, hasta la fecha nunca había ejercido su carrera. Eso sí, era difícil
no verla en algún acto cultural de cierta resonancia y por supuesto, no había
sarao al que Betthina no asistiera. Alguien,
en alguna de aquellas ilustrativas sesiones dejó caer su admiración por ella,
diciendo que parecía labrada en carne y hueso por el mismísimo Miguel Ángel. La
madurez de sus treinta y pocos años, aportaba una pátina de original belleza a tan femenina y atractiva apariencia.
Una excesiva autoestima y gran imaginación fueron los
pilares en los que se apoyó desde muy jovencita, para llegar al
convencimiento de ser descendiente de alguna transgresora vestal, de la cual
habría heredado tanta hermosura.
“Las vestales,
sacerdotisas en el antiguo imperio romano, estaban consagradas a la diosa del
hogar Vesta. Tenían que ser jóvenes,
vírgenes y muy hermosas Durante treinta
años debían estar al servicio de la diosa, procurando mantener encendido el
fuego sagrado con el qué se la glorificaba, garantizando de ese modo la
estabilidad y gloria de Roma. Hasta entonces, debían hacer voto de castidad, si
lo quebrantaban eran sometidas a lapidación, transcurrido ese tiempo podrían
casarse si lo deseaban, abandonando el templo”
Betthina, aun célibe, no parecía tener prisa en dejar de serlo y aunque anduvieron alrededor de ella innumerables
y derretidos pretendientes, nunca se dejó seducir por el matrimonio. De sus
amoríos bien poco se sabía.
Estaba habituada a las
delicias de relajantes baños. Éstos, siempre los precedía de una metódica
parafernalia: lo primero que hacía al entrar en su peculiar santuario era un
recuento visual de todas las cremas, bálsamos, geles y sales de baño, eligiendo
lo que en ese momento sería más apropiado; continuaba abriendo los cajones de un magnífico mueble de estilo barroco,
donde con exquisito gusto, envueltas en papel de seda rosa, dormía una
colección de toallas inmaculadamente blancas; todas bordadas con las iniciales BTT. Tomaba una de
baño y otra más pequeña de cara, por
último, abría un armario del que descolgaba un precioso albornoz del más
sofisticado algodón pima, con el que se cubriría al término de tan protocolario
aseo.
En
un acristalado mueble, atestado de los más avanzados cosméticos reservaba un espacio
exclusivo para perfumes y colorido, manteniéndolos a una temperatura
adecuada y bajo llave.
Que la espuma fuera
abundante era lo que más le gustaba. La
aromatizaba con su fragancia preferida, Aromatics Elixir y a menudo se
acompañaba de una pajita que usaba para hacer burbujas. Aquel jueguecito se
había convertido en una obsesión, pero
por más que intentaba conseguir una de buen tamaño, no lo lograba; cuando
parecía que alguna iba a alcanzar ese objetivo...<< plabf>>...no
cuajaba, estallaba. A ese momento lo bautizó jocosamente como el “gatillazo de burbuja”.
Una primaveral mañana, después
de una buena ducha, decidió dar un paseo por el centro de Madrid. Lucía una simpática
y elegante minifalda, complementada con una ligera camisa color beige, que dejó
con algo de descaro desabrochada. Se movía con gracia, sosteniendo en una de
sus manos un pequeño bolso del mismo tono. Era imposible que pasara desapercibida a ningún
viandante. Ni siquiera para un adolescente travieso que lanzaba al aire cientos
de pequeñas pompas con la facilidad que le proporcionaba un artilugio,
consistente en un simple arito que sumergía una y otra vez en agua jabonosa. El
mozalbete al ver acercarse a aquella preciosidad sufrió un parón en su
frenético juego y soplando despacito sin apartar la vista de tan fantástica aparición, sin darse cuenta, fue creando una esfera de jabón perfecta que por tamaño y color no pasó desapercibida a
Betthina. ─ ¡Ay por favor, qué pompa!─ dijo ella. Se acercó al muchacho, que era
más bien bajito y agachándose para averiguar qué usaba, sin pretenderlo, dejó
entrever unos bellos y bien proporcionados senos. El chaval que no dejaba de
soplar, sin apartar la vista de tanta seducción, consiguió hacerla crecer y crecer, terminando por estallar
en la mismísima cara de Betthina. Esta se
lo tomó con gran alborozo y con una alegre sonrisa, dirigiéndose al chaval, le
dijo ─ ¿Qué jabón usas? te lo compro, te
lo compro, véndemelo por favor─ El muchacho no sabía qué
hacer ni qué decir, la miraba como hipnotizado. Ella sacando un billete de 20 €
se lo ofreció y él dándole el juguete, salió corriendo con el dinero.
Llegó
muy excitada a casa, disponiendo todo para
bañarse. Ya desnuda, se introdujo con cuidado en la nutrida espuma y mojando en el líquido el aro, comenzó a
soplar, consiguiendo un bailoteo de gorgoritas que de forma caótica inundaron la
estancia, ─ ¿pero y las grandeeees?─ se preguntó a sí misma
algo irritada. Apenas le quedaba líquido. Lo intentó una y otra vez, y el
resultado fue el mismo. Decepcionada, se dispuso a estampar el aparatito contra
el suelo; pero era una mujer muy intuitiva y optó por otra alternativa.
Al
día siguiente más acicalada que nunca, pasó
por aquel bulevar donde se topó con el adolescente. Al no encontrarlo, se dirigió al café donde
solía reunirse con las amigas y no viendo a ninguna se acomodó sola en una mesa. Pidió un Martini
y mientras lo apuraba, vio cruzar al muchacho. Como un resorte, sin pensarlo
se fue hacia él y tomándole del brazo le dijo que no se asustara, solo pretendía
hacerle una pregunta. Después de pedirle con insistencia que le acompañara a la mesa, consiguió al fin que
accediera. Le invitó a un refresco y contándole la frustración que tuvo al no conseguir las pompas de jabón que tanto la obsesionaban, le preguntó qué tenía que hacer.
Manuel, que así se llamaba el chico, le recomendó usar un pedacito de jabón que
debería dejar en un recipiente con algo de agua una o dos noches.
─ ¿Alguno en especial?─ preguntó ella
─ cualquiera─
contestó él, ─ pero, cuando esté blanducho, tienes que removerlo bien─
─ ¿nada más? ─
Si, nada más.
Le estampó un beso, le dio las gracias y se marchó con cierta
premura. ─ Adiós
Manuel ─
Pasado
unos días, después de haber seguido las recomendaciones del muchacho, se
acomodó en la bañera algo ansiosa, dispuesta a contemplar el nacimiento de las
nuevas y volátiles burbujas. La cosa empezó muy bien. Una, bastante grande,
impelida por el aliento surgido de su sensual boca, produjo en ella una disimulada
sonrisa, ─ ¡biennnnn! ─ dijo para sí. El
espectáculo fue in crescendo...cada vez las burbujas adquirían mayor tamaño. No tardó en ajustar la presión del soplo para mantenerlas flotando en el aire el mayor tiempo posible.
Aquel
desnudo cuerpo, recibiendo las caricias de un agua tibia en ligera agitación, el
perfume adherido a la densa atmósfera, la dicha de sentirse llena de vida y el
logro de haber conseguido lo que tanto perseguía, creó un ambiente preñado de inquietante
misterio. Cerró los ojos, respiró hondo y volviendo a mojar en aquella solución
aquel utensilio, comenzó a soplar “muy
muyyy… suave” como si quisiera dar con su hálito algo de vida a la incipiente esfera
que iba creciendo llena de múltiples destellos anacarados. ¡Adquirió un buen
tamaño, parecía más consistente que las anteriores! Notó un ligero revoloteo,
como de pequeñas y escurridizas mariposas
azules dentro de su vientre, comenzando a percibir extrañas sensaciones. Una
especie de flash la cegó durante un instante, parpadeó y atravesando la delgada
membrana de tan esplendida pompa, se
encontró en el centro de una aparente escena, como privilegiada espectadora de una
obra de teatro. Atónita, observó cómo surgía en ese escenario una vestal que, vistiendo una blanca túnica ribeteada de reluciente oro, parecía una diosa.
Con el rostro cubierto, acusada de
fornicación, se enfrentaba a una
multitud enardecida que pedía su muerte. Por ello sería lapidada.
Admitiendo estar enamorada, temblorosa
reclamaba poder demostrar su castidad al “Pontifex Maximus”, porfiándole la
virginidad que no había perdido. El velo que la cubría impedía ver cómo lloraba y el feroz alboroto no permitía escuchar los
apagados y angustiosos gritos con los que imploraba a Vesta poder escapar de
tan salvaje ejecución.
Entre la multitud surgió una voz pidiendo que demostrara ser inocente transportando
agua del Tiber con un agujereado cuenco hasta el sacerdote, pero sin verterla. Era
evidente que ésta se escaparía por sus agujeros. La prueba era diabólica. Entregaron
a la atemorizada vestal el infame cuenco y la bella sacerdotisa sin dejar de suplicar
a la diosa, agachándose introdujo el recipiente en el río. Dándose la vuelta se
dirigió al Sumo Sacerdote entregándole
el cuenco repleto de agua sin derramar una sola gota. La muchedumbre enmudeció y aquella agresividad se transformó en
veneración porque fueron testigos de que Vesta había dictado veredicto de inocencia.
¡Tuchia! ¡Tuchia!
¡Tuchia! aclamaba el pueblo. El “Pontifex Maximus” arrodillándose pidió perdón
y besándole los pies, gritó ─ ¡Gloria a Vesta!
¡Honor a Roma!─ Tuchia
tomó el cuenco y alzándolo al cielo lo cubrió con el cálido y aún tembloroso aliento
de sus pulmones. ¡Entonces brotaron cientos de pequeñas burbujas que, conforme iban estallando, se convertían
en perlas! El sorprendido gentío, al ver cómo caían, dejó las alabanzas y formando
un colosal barullo se dedicó a recogerlas. Betthina, aún en trance, viendo cómo
se alejaba la vestal, la llamó ¡Tuchia,
Tuchia!, parecía que no le salía la voz, pero a punto de desaparecer dentro del templo,
esta se volvió y alzando el velo que la cubría, puso al descubierto un rostro
angelical que la sonreía con dulzura.
Una
ligera corriente de aire provocó el desvanecimiento de tan onírica pompa.
Confundida, tardó un buen rato en reaccionar. Tomó una ducha fría, se puso el
albornoz y fue hacia un pilar revestido de espejos situado justo en el centro
de aquel cuarto de baño. Despejada la cara de los húmedos cabellos, ante
aquella columna, ¡se reconoció en la sacerdotisa! Tembló de inquietud; pero quiso devolver aquella sonrisa recibida y con las manos envió unos besos a
Tuchia.
O a sí misma.
Sólo ella lo supo.
Secó el juguete y cortando un trocito del papel de seda rosa, lo envolvió
en él, depositándolo junto a los perfumes y el colorido.
Mariano Alvarez Martín
Autor Vargas Mariano