Fue el primer jabón que hice, por ningún motivo especial.
Escuchaba a las mujeres del pueblo cómo, siguiendo la tradición (para ellas no
existen términos de ecología, reciclaje o medio ambiente), aprovechaban el
aceite usado. Me pareció una forma de ahorrar y consumir muy inteligente.
Pedí la receta aunque no estaba convencida de que me fuera a salir
bien, lo veía complicado. Y bueno, aquello resultó un engrudo imposible de
remover que ni siquiera podía echar en el molde. Desesperada lo tiré. No sabía
dónde, me decidí por hacer un agujero en el jardín y enterrarlo, como es
biodegradable me quedé tranquila.
Estuve un par de años sin retomar el tema. Volví a intentarlo y
me salió lo suficientemente aceptable para continuar y llegar hasta aquí.
Lo que me llamó la atención del jabón, después de unos meses
utilizándolo, es que mis manos, estropeadas porque no utilizo guantes,
mejoraron muchísimo. Así, se hizo indispensable para la casa y, más tarde, jugando
con fórmulas y aceites, para la higiene personal.
Veis que hay dos tipos de jabones, el que
tiene aspecto granuloso es para lavadora, lleva percarbonato que blanquea y
desodoriza la ropa. Hay que rallarlo. El otro es para el resto de la casa y
prendas delicadas.
Aunque lo ideal es emplear aceite usado, podemos utilizarlo crudo, el
más económico que encontremos. Su elaboración es parecida al jabón de cuerpo y no
requiere gelificación, por lo que podemos usar cualquier molde, aunque es mejor
que sea de silicona. Lo dejo curar apilado en las estanterías de la cocina o baño, a la vista, no sabéis
cómo decora y qué olor deja, a heno.
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